J.M. Firearms Collection

JEZAIL - FUSIL AFGANO Colección de Jesús Madriñán

Datos técnicos
Anónimo
Afganistán
1800 - 1840
Pedernal
106 mm.
Lisa

Debido a nuestras aventuras coloniales durante los siglos XIX y XX en el norte de África, fueron muchas las espingardas traídas a la península por los militares a modo de souvenir. De ahí que de manera genérica en España tildemos de espingarda a cualquier arma larga con reminiscencias orientales, sin importar su procedencia marroquí, turca o afgana, lo que no es correcto pues cada una posee una denominación acorde con su origen y unas peculiaridades constructivas y de diseño diferentes.

El arma que aquí tratamos es el jezail afgano, más conocido en Gran Bretaña como Camel Gun (arma de camello), debido a la característica joroba invertida que da forma a su culata, y que le otorga un aspecto peculiar e inconfundible, y a que los afganos usaban escrotos de camello, convenientemente curtidos, como bolsas para guardar la pólvora.

El jezail es un arma larga de avancarga profusamente decorada, simple, fiable y muy utilizada en Asia Central y en Oriente Medio, principalmente en Afganistán donde tuvo un papel predominante en la lucha contra los británicos durante las dos guerras de colonización que estos mantuvieron con los afganos durante el siglo XIX. Utilizaban como mecanismo de disparo la llave de pedernal o de percusión, pero dada la complejidad de su fabricación, la gran mayoría provenían de mosquetes británicos capturados.

Portaban larguísimos cañones destinados al disparo a largas distancias aunque también se fabricaron, en cantidad menos numerosa, gruesos cañones atrabucados y más cortos para el disparo cercano o a quemarropa, como es el caso del de esta colección. Disparaban calibres enormes de hasta 19 mm y aun mayores. El gran peso del cañón, forjado a mano y normalmente con ánima lisa, beneficiaba al tirador al hacer que sintiera menos retroceso. A veces incluía un bípode para soportar su peso y mejorar su precisión. La munición empleada, encajada con fuerza en el cañón, podía variar desde la típica bola de plomo en los jezailes largos hasta un puñado de pequeños cantos rodados en los atrabucados que provocaba verdaderas carnicerías entre las filas enemigas.

La morfología de la curva de la culata con forma de joroba invertida es hoy todavía objeto de debate. Unos aseguran que permitía que se escondiera bajo el brazo, disparándose apoyado contra el cuerpo en vez de contra el hombro, y otros defienden que su forma es meramente decorativa y que se utilizaba de forma convencional, es decir, apoyada en el hombro, puesto que de no ser así, nunca hubieran alcanzado la precisión de que hacían gala. El argumento en contra de esta opinión es que la chispa estaría peligrosamente cerca de los ojos. Quizás algún día se resuelva este misterio, pero hoy por hoy el debate sigue abierto.

Fue el arma más utilizada por la etnia pastún, la más numerosa de Afganistán. Se estima entre 350 y 400 las tribus de esta etnia que actualmente están diseminadas por todo el país, caracterizándose por la valentía y fiereza de sus guerreros muy apegados en la práctica al pastunwali, una filosofía tradicional compuesta de conceptos éticos que guían su conducta individual y comunitaria. El jezail era el instrumento con el que se ejecutan los conceptos Tureh y Badal (valentía y venganza).

Según la Tureh, un pastún deberá defender su propiedad, su familia y su honor mediante la Badal, ocasionando la muerte del infractor sea el mismo día o mil años después, las ofensas para ellos no expiran. Si el infractor ya no vive, se debe matar a su pariente masculino más cercano lo que conduce a sangrientas venganzas que pueden durar generaciones e involucrar a tribus enteras, con la pérdida de cientos de vidas.

El jezail era el arma del guerrero pastún que pasaba de generación en generación, dejando cada una su huella a modo de incrustaciones y grabados como demostración de respeto hacia sus antepasados, de ahí la profusión en sus decoraciones. En sus memorias, el teniente James Rattray escribió haber hallado uno decorado con dientes humanos. Según el pastunwali, un miembro de la tribu sin fusil es un “cobarde castrado”, por lo que cada adulto del sexo masculino tenía la obligación de poseer uno.

Durante el siglo XIX, los británicos invadieron dos veces Afganistán con objeto de convertirla en una colonia más de su grandioso imperio, y dando lugar a lo que hoy conocemos como guerras anglo-afganas. Durante estas invasiones, el jezail fue el arma predominante con la que los afganos forjaron su fama de insumisos e imbatibles, características que perduran hasta hoy ya que ningún país, incluyendo las grandes potencias del siglo XX y XXI, han conseguido jamás doblegar y controlar Afganistán.

GUERRAS ANGLO-AFGANAS (1838 – 1880)

Primera Guerra Afgana (1838 – 1842). En 1838 Gran Bretaña, representada por la Compañía Británica de las Indias Orientales, organizó un gran ejército con el que pretendía subyugar a los inquietos afganos, amenaza permanente para sus intereses coloniales en la India. Su objetivo era, en apariencia, sencillo: reemplazar al entonces gobernante de Afganistán, Dost Mohamed, por Shah Shuja, más proclive a la defensa de los intereses británicos.

Quince mil doscientos soldados, formados principalmente por cipayos (soldados indios), bajo el mando de oficiales británicos viajaron junto con treinta y ocho mil criados, varias bandas de música, gaiteros, ponies para jugar al polo, jaurías de perros de caza y treinta mil camellos cargados con suministros. Los oficiales de un regimiento necesitaron de dos camellos únicamente para acarrear sus puros. Con todo, la fuerza expedicionaria pronto agotaría sus provisiones, debiendo pagar un precio desorbitado por la adquisición de un rebaño de diez mil ovejas. El ejército lo devoró por completo, incluyendo las pieles fritas en la propia sangre de los animales.

Los británicos alcanzaron sus primeros éxitos llegando posteriormente a Kabul, donde en agosto de 1839 colocaron a Shah Shuja en el trono. Su intervención no hizo sino azuzar el resentimiento entre los nativos, culminando de manera desastrosa con el asesinato del prominente oficial británico Alexander Burnes. En enero de 1842, los cuatro mil quinientos soldados que todavía permanecían en Afganistán, junto con los doce mil civiles que les acompañaban, iniciaron la retirada de Kabul en una larga y mortífera marcha invernal de la que tan sólo un europeo sobreviviría.

Shah Shuja sería asesinado y Dost Mohamed reclamó el trono con lo que el país retornó al status quo original. Con la excepción de unos cuantos miles de muertos nada había cambiado. Décadas más tarde los británicos tratarían de nuevo de dominar Afganistán. Dost Mohamed había muerto en 1863 sin conseguir su objetivo de unificar el país. Sobrevivió a sus tres hijos favoritos, pero las otras dos docenas que seguían con vida se enzarzaron en una cruenta guerra civil que causó alarma en el Imperio Británico y en la Rusia zarista que competían por ejercer su influencia sobre Afganistán. Cuando los británicos comenzaron a sospechar que su posición se deterioraba, juzgaron necesaria una nueva intervención militar.

Segunda Guerra Afgana (1878 – 1880). Comenzó con la invasión de Afganistán por parte de treinta y tres mil quinientos soldados británicos que prometía un éxito completo. La idea de la venganza por los desastres de cuarenta años atrás flotaba en el aire, pero pronto cambiaría el panorama. Una epidemia de cólera diezmó al ejército mientras las temperaturas alcanzaban los cuarenta grados a la sombra. Se recomendó a los comandantes que no visitasen los hospitales de campaña por temor a que no fuesen capaces de soportar el espectáculo. Por suerte la guerra pronto concluyó, o al menos eso pensaba todo el mundo. En 1879 el gobierno británico celebró su victoria en Afganistán, pero repentinamente, un oficial británico de alto rango fue asesinado en Kabul. Las represalias no se hicieron esperar, y los ocupantes aprehendieron a los rebeldes en masa, ahorcándolos de diez en diez. La mecha de la guerra prendió de nuevo.

Un destacamento británico de dos mil quinientos hombres fue derrotado cerca de Kandahar. Pronto llegaron refuerzos al mando del teniente general sir Frederick Roberts, al mando de diez mil hombres, siete mil civiles, más de cuatro mil setecientos caballos, casi seis mil mulas y otras trece mil bestias de carga. Su marcha desde Kabul y su victoria en Kandahar convirtieron a Roberts en uno de los pocos héroes de esta guerra; sin embargo, este general acabaría recomendando a Occidente que lo mejor sería no inmiscuirse en Afganistán: “Puede que no halague demasiado nuestro amour propre, pero creo estar en lo correcto cuando digo que cuanto menos nos impongamos a los afganos, menos nos detestarán. Aconsejo evitemos toda interferencia en sus asuntos.”

TÁCTICA Y ESTRATEGIA

Las tropas británicas estaban entrenadas para combatir en formación, es decir, en filas apretadas, lo que aprovechaban los afganos para dispararles andanadas aterradoras desde lo alto de acantilados y desfiladeros que les causaban cientos de víctimas. Según testimonios obtenidos en los diarios de campo de los oficiales, eran verdaderas carnicerías.

Durante la guerra de la independencia americana, las milicias coloniales encontraron la manera de luchar contra las apretadas filas de los casacas rojas parapetándose en lo abrupto del terreno con sus armas de caza, y causándoles también numerosas bajas. La experiencia en dicho conflicto debería haberles enseñado la lección, pero los británicos eran demasiado orgullosos para que unos andrajosos colonos les obligaran a cambiar sus ancestrales métodos militares.

De todos modos, los mosquetes británicos eran efectivos tan sólo a menos de 150 metros mientras que, debido a sus largos cañones, el alcance de un jezail era de alrededor de los 250. Además, mientras los británicos usaban calibres pequeños de entre 8 y 11 mm, los afganos, tal como he mencionado, estilaban los de 19 mm, cargados con lo que pillaban más a mano. Si a la precisión de sus armas y a su buena estrategia le añadimos que jugaban en casa, está claro que los británicos llevaban todas las de perder. Sólo eran capaces de derrotarlos cuando se enfrentaban en “terreno urbano”, entendiéndose como tal aldeas, pueblos o la capital, Kabul. Tampoco salía bien parados los afganos cuando el escenario de la lucha se limitaba a terrenos relativamente llanos donde los afganos atacaban cargando al galope en sus caballos o camellos, siendo ahí donde los jezailes atrabucados ganaban protagonismo disparándolos con una mano mientras que con la otra asían las riendas.

EL JEZAIL EN LA ACTUALIDAD

El 7 de Octubre de 2001, el Presidente de los EEUU, George Bush aprobó la invasión de Afganistán como prevención contra el terrorismo internacional. Un año más tarde, tras los atentados del 11 de Septiembre en Nueva York, dio comienzo la operación “Libertad Duradera” consistente en la búsqueda de Osama Bin Laden, líder responsable de dichos ataques (abatido ya), y de las cédulas fundamentalistas compuestas por terroristas islámicos cuyo fin es el exterminio del “infiel”. Dicha operación obtuvo el apoyo de la ONU y de países como Inglaterra, Francia, España e Italia, y aun hoy permanece totalmente activa.

Las tropas allí destinadas suelen traer algún recuerdo de ese conflicto, por lo que el jezail, un arma casi desconocida hasta ahora, está ganando protagonismo al ser uno de los souvenirs más preciados. Debido a ello, cada vez son más numerosas las tiendas y salas de subastas que comienzan a ponerlos a la venta o a incluirlos en sus catálogos.

Debido al enorme “embudo” del principio del cañón, el jezail de esta colección es un típico ejemplo de los llamados atrabucados. Como sus hermanos, está profusamente decorado con incrustaciones en la madera de placas de nácar e hilo de cobre y latón. La llave, fechada en el año 1.800, es del sistema de pedernal, sin duda arrebatada al enemigo británico pues lleva la marca de la Compañía Británica de las Indias Orientales consistente en un león rampante. El cañón está decorado con un virtuoso bajo relieve de figuras vegetales. El jezail, como arma, no tiene la calidad de las occidentales pero, en cambio, su morfología, decoración e historia, la hacen merecedora de cualquier colección.

Jesús Madriñán